Por Saúl Macías
Pancho Villa es probablemente el personaje más sobreexplotado en la narrativa oficial duranguense. Su rostro aparece en anuncios turísticos, en nuestra feria, en camisetas y murales como si se tratara de un símbolo de identidad indiscutible. Su figura, convertida en ícono de “orgullo duranguense”, ha sido despojada de su complejidad histórica para convertirse en una especie de mascota revolucionaria al servicio del turismo y del discurso gubernamental.
Pero esta exaltación acrítica no es inocente. Revela un profundo desconocimiento —o peor, una indiferencia deliberada— sobre quién fue realmente Francisco Villa: un caudillo armado, sin proyecto político duradero, impulsado por una mezcla de ambición, venganza personal y oportunismo. ¿Fue crucial en ciertos episodios de la Revolución? Sin duda. ¿Merece ser elevado a la categoría de símbolo estatal por encima de figuras más constructivas, más éticas, más duraderas? Definitivamente no.
El problema no es solo histórico, sino educativo y cultural: cada vez que el gobierno estatal lo coloca como imagen central de la Feria Nacional de Durango, cada vez que se nombra una colonia o avenida en su honor, se perpetúa una versión empobrecida de la historia. Se glorifica el mito sin comprender al hombre. Se rinde culto a la violencia disfrazada de valentía, a la improvisación como si fuera estrategia, al desorden como si fuera justicia.
Muchos de quienes lo celebran lo conocen apenas por anécdotas descontextualizadas: que repartía tierras, que robaba a los ricos, que era temido por los gringos. No conocen sus masacres, su autoritarismo, su caudillismo salvaje, ni el daño colateral que dejó a su paso. No saben, por ejemplo, que mató a decenas de sus propios soldados por desobediencia menor. O que en su afán de venganza cruzó la frontera y desató una cacería humana que puso en riesgo al país entero. Estos hechos no aparecen en los folletos turísticos.
Y mientras Pancho Villa se multiplica en bronce y cartón, otras figuras más trascendentes y admirables viven en el olvido. Dolores del Río, figura internacional del cine, precursora de la representación femenina digna en la pantalla. Guadalupe Victoria, el primer presidente de México, hombre de principios, de Estado, que abogó por la abolición de la esclavitud cuando aún era impopular hacerlo. Juana Belén Gutiérrez, periodista y activista que enfrentó el porfiriato con ideas, no con fusiles. O Juan Francisco Escárcega, ingeniero que conectó a México con su primer sistema ferroviario moderno.
Pero esas figuras no venden entradas a ferias ni convocan al folklor de sombrero y bigote. No hay interés político en ensalzarlas porque no caben en la narrativa ruda y superficial que tanto se necesita para fabricar identidad desde el espectáculo.
Villa no es el problema; el problema es lo que decidimos ignorar de él. No se trata de borrarlo de la historia, sino de dejar de usarlo como bandera decorativa sin comprender las implicaciones. Porque cuando una sociedad convierte a un caudillo violento en símbolo oficial, lo que celebra no es la justicia ni la libertad, sino la fuerza sin control. Y eso, en un país como el nuestro, no es historia: es advertencia.
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